Agazapado en su laberinto oscuro maquina historias, y, de repente, saltando como un sapo gordo, sale chapoteando baba. Fuera se transforma y simula sonrisa seductora, andar seguro y despreocupado que engatusa a las víctimas. No necesita equipaje, tiene con su libretilla y anotar compulsivo. Nada se escapa a los ojos grandes del tirano socarrón que ríe desquiciando al adversario. Ningún insecto a su lengua almibarada. Los domina a todos. Los sofoca sin piedad y les dice qué contar y cómo, mirando su libreta. Batracio que reniega de ranúnculos para exigir margaritas a la cena, atento siempre al resbalón, al fallo, señala la errata y, babeante, contiene el placer. No hay pausa, ni tregua, no descansa el dictador sin freno, juez que aplica su ley sin piedad.
Chulo provocador que mira a los ojos y colecciona reacciones ajenas, llorando con la madre la muerte del hijo yace en el ataúd del velatorio. Y no miente el dolor del déspota, no engaña la arrogancia, la suficiencia encallecida. Las sufre en carne lacerada, silenciadas.
El anfibio opresor se recoge y rumia impresiones que me regurgita en la boca.
Hace tiempo que se me escarranchó encima.
𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻
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