Se me iban los días inclinada sobre colorines y cuentos de huérfanos extraviados en bosques remotos y hazañas de héroes con espadas; me tumbaba boca abajo en el suelo para contemplar durante horas en el atlas desgastado los países que visitaría de mayor. Acariciaba aquellos pedazos de tierra marrón con la yemita de mi dedo y aparecían las manadas de búfalos pastando en la llanura, que se arrancaban de repente en una estampida ciega, incierta; los pingüinos corriendo hacia el agua sobre la plataforma de hielo; las nutrias gigantes retozando a la orilla del río; las manadas de elefantes atravesando la sabana, a vista de pájaro. Cada vez que lo abría era como abrir la puerta y adentrarme en el mundo. El mundo existía lejos, más allá de las fronteras de la isla. Fuera me esperaban tantas aventuras fascinantes; tantos países que un día exploraría…
Y quería saber más. Y preguntaba, y preguntaba, e imaginaba.
Mi atlas, los colorines, el diccionario, Twain, Verne. Los libros. Las palabras. Las palabras que explicaban y describían las cosas.
Las palabras que se leían y podían escribirse.
Contaba las cosas con tanta soltura que, por las tardes, todos sentados a la sombra del árbol grande, me ponían a cuentos, a que les hablara de la vida en los desiertos, a que les describiera las islas de coral o la selva africana, hasta que nació primo Toni y me arrebató la audiencia.
Un día pude ver las hojas húmedas de un plátano, brillantes, una gota de agua en el tronco, y los dibujos de las baldosas de la acera; detalles y nuevos perfiles en el aire. Todo nuevo con mis nuevas gafas de culo de botella y pasta canela. Todo lleno de objetos y colores. La calle, la escuela, la venta, brillaban. Limpias. Como si el sol alumbrara de repente el mundo tras una noche gris. Estaba maravillada.
Cuántas cosas puedo ver ahora, mamá. Qué bonito es todo.
Y quise contar el mundo visto con mis gafas nuevas.
𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻
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