Luis Alberto Villamarín de Sotomayor la mira desde el televisor. A Candelaria se le iluminan los ojos y en su
boca se dibuja una sonrisita de satisfacción. Le gusta ese galán de la sobremesa que le alegra el día y le humedece la entrepierna.
Cada tarde, después de comer, mira el reloj de la cocina: 15:15, y se dirige, agitada, al salón. El hueco de su cuerpo en el sofá la acoge suavemente y ella se acomoda ilusionada; mueve las caderas y apoya la cintura en el respaldo mientras pulsa el botoncito del poder. Se concentra en la pantalla.
Luis Alberto se asoma y le sonríe con esos dientes perfectos, blancos, y esa piel morena. Provocador hasta el insulto, el chico lleva una camisa sin mangas, el pecho al aire invita a la exploración. Y Candelaria explora. Lleva su mano al borde de la falda, la alza y busca el botoncito del placer para acariciarse lúbrica como hace treinta años. Y olvida.
𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻

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