Emerge del bostezo de la bruma y los ojos maguados se me llenan de pejes verdes, de tridentes, y del cuerpo pálido, desnudo, con la espalda erguida, como Neptuno cabalgando sobre una hermosa ballena blanca que se desvanece de nuevo en la neblina.
Cuando la descubrió en el horizonte la reconoció inmediatamente: aquel inmenso valle de nubes escoltado por laderas escarpadas que ascendían en montes frondosos no era La Palma. Gritando su nombre corrió en busca de testigos, pero cuando llegaron a la cubierta la isla no estaba. Sin poder desprenderse de su imagen, dedicó los siguientes 10 años a buscarla, al frío de babor del Oeste en las travesías, o desde el malecón en tierra, escudriñando los celajes, esperándola, hasta que una tarde partió en su busca y la vieron zambullirse en la mar con el brío de la esperanza, y en el mismo punto en el que la había avistado desapareció en las aguas negras.
Me la tropecé la primera vez volviendo de La Gomera, jinete de las olas, corcoveando hacia su guarida de San Borondón o quién sabe si al desafío de los monstruos abisales. Con suerte, quizá la vislumbres en uno de sus paseos y a unas 20 millas N-NO de la Punta de la Rasca en un Parpadeo de la niebla, envuelta en masería.
María Guitérrez

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