En un manto de tabaibas, cardoncillos y verodes, cuelga del risco sobre el océano. Entre el fresco verdor y el azul se abre al horizonte. El postrer destino, entre las palmas orgullosas y la mar que brama abajo. Las paredes blancas protegidas por muros de piedra y madreselva, se dan la mano en la portada de metal filigranado desde donde arranca el pasillo que divide el camposanto a la mitad, y avanza, flanqueado de cipreses, entre las tumbas sembradas de estrelitzias, dragos, matas de plátanos pujantes, teresitas y rosales, hasta los lejanos encajes blancos.
Llegada la hora descansaré tranquila en un rincón de la esquina norte, al abrigo del viento, sintiendo la caricia del sol, con la maresía en la boca y el olor del callao, departiendo con los amigos una tarde más.
-María Gutiérrez

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