Tía
Para mis sobrinos, con amor.
Ata
nos parió en casa, a Elenita y a mí, una madrugada fría y tormentosa de
noviembre. Corría el barranco y Abuelo pedaleó cinco kilómetros bajo la lluvia,
asustado por la negrura que los rayos rompían, para traer a la comadrona.
Abuela había perdido ya un bebé en la clínica porque los médicos dejaron que se
le cumplieran las horas sin alumbrarlo.
Así
que vine al mundo en El Rosario, en pleno temporal, cinco minutos más tarde que
Elenita. Ella y yo formamos un buen equipo.
Abuelo
era estibador portuario, hombre lector y curioso que, tras los turnos en los
muelles, se sentaba a leernos cuentos y nos contaba historias maravillosas.
Traía
tejidos de países lejanos, del cambullón, pintados de selvas y bosques, de
guepardos y jirafas, mostraba los libros prohibidos en silencio y daba a catar
exquisitas frutas exóticas que nadie conocido había saboreado. Recortes de
prensa y revistas extranjeras sacábamos los niños del fondo del armario bajo
juramento de secreto.
Me
enseñó a buscar en el atlas el origen de cada manjar, e inventaba una fábula de
su periplo desde el mato hasta el frutero de la cocina. Así con cada cosa.
Ata
nos despertaba trenzándonos el pelo con los romances y canciones de Abuela
Juana que nos llevábamos a la escuela, como cintas de colores ondeando al
viento. Y nos consolaba con nanas y
estribillos que hablaban de pan y camisitas mientras sus manos destilaban
caramelos de trigo y buñuelitos.
Esa
del ombligo que te gusta oírme nos la cantaba durante el baño.
Entre los cuentos de Abuelo, el misterio
de sus libros y las voces melodiosas de los cantares de Ata, me enamoré de las
palabras que preñan las fábulas y no pasa un día en que no lea un poema,
escriba un verso o imagine una historia, para preñar también yo las fábulas de
palabras.
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