Manuel. Manuel la enamoró la
primera vez que lo escuchó cantar. La enamoró
su alegría, la alegría con que se arrancaba, y el sentimiento que le
despertaba dentro; se extasiaba viéndolo disfrutar con todo y riendo como un
bobo por cualquier cosa, y el cuerpo de Catalina se encendía con la mirada
impúdica de aquellas dos brasas que eran los ojos de Manuel.
Pasaba por delante de la
venta de Don Domingo cuando lo oyó cantar, y se precipitó en el interior por
descubrir al dueño de aquella voz, y el hombre, crecido, comenzó a serenatearla
todos los sábados hasta que se casaron. Se habituó Catalina a que Manuel se
presentara ese día ante su ventana, al oscurecer, acompañado por los gemelos de
Lucio. Los hermanos provistos de acordeón y guitarra, que nunca atinó Catalina
a saber quién tocaba cada instrumento, pero no le importaba si sentía la voz
que, como la mistela, le calentaba el alma. Y se sentaba en el poyete y todo brillaba
alrededor; el tiempo se paraba y crecía la esperanza. En ese rato no había
desdichas y ella, de tanto gozo, temía morirse escuchándolo.
Manuel la contagiaba de las
emociones que le presentía. Cuando Catalina lo oía cantar era como si estuviera
en la mar, y sólo con aspirar se le abría el pecho, y los ojos se le llenaban
de lágrimas.
(Fragmento de La cueva, de Ellas tampoco saben por qué, de María
Gutiérrez, Idea, 2013)
Puri, conocí tus letras por vez primera leyendo este relato que fue ganador en el certamen Mujeres. Me encantó y me sigue pareciendo de lo mejor que fue premiado en ese certamen. Un besote.
ResponderEliminarMagistral, me parece magistral. Y una preciosidad, vivan las emociones, carayo. Un besote.
ResponderEliminar