De repente, como si un chute caliente corriera por mis venas y me impulsara hacia arriba, ascendí por
las paredes angostas del pozo; buscaban la luz mis pulmones y el dolor se diluyó en el aire.
Me alegró la vista el prado que verdeaba a media tarde, y su música me penetró ―clarinetes y violines
del bosque― haciéndome vibrar como a una virgen: me amorosó la tristeza.
Alicia con su vestidito de blondas de nata correteaba por el verde, zigzagueando con su conejito blanco de chistera negra. Quise danzar con ellos y levité jugando a la cogida.
Traspasé el espejo y abrí los ojos.
¿Cuándo se come aquí?
¿Quiere comer?, dijo la boca de la bata blanca, asombrada.
¡Pues claro! Tengo una fatiga.
Déle un poco de puré, y a ver cómo responde. Y el puré me empapó el alma con la miel de las torrijas tibias de madre.
𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻
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