La maldición del guirre
Tantos
años, tan lejos de casa y aún se me representa. Veo la sombra en la arena y me
resuena el toc-toc de su pata de palo en las losas del patio. La silueta del
águila, la marca que llevaba Felipe: dos alas desflecadas que cernían en su mejilla
desafiando a la brisa.
Salía
de la casa y todos corríamos huyendo de la furia de su muleta. Gritaba. Con el
ataque venía el dolor y aullaba encadenando nombres y lamentos, arañando con
fuerza la cara queriendo arrancar la prueba de su desdicha: la maldición del
guirre.
Se
cumplió su destino. Cayó al pozo del agua. Quebró la pierna, y la razón,
adherida al cieno que le vidrió los ojos, quedó en el fondo. Lágrimas y mocos,
espumarajos de ira contra todo hasta rendirlo en su guarida, babeando
vituperios en la almohada. El miedo lo empujaba, y como un espantapájaros
animado, corría huyendo de la sombras para amparar su llanto en ellas. Avanzaba
dando bandazos, mirando atrás, siempre alerta, evitando las emboscadas del
enemigo agazapado en lo oscuro.
No
pasa el horror con su muerte.
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