Eran pobres
Tenía ocho años y murió de
susto, dicen. Murió antes de la quema del tifus, cuando muebles y enseres
ardieron en la huerta y los niños fueron secuestrados en el Lazareto.
Desde que la encontraron
acurrucada bajo el paredón de las charcas dormía sobre el cuerpo de la madre
porque se le paraba el corazón cuando dejaba de sentir el suyo. Se estiraba
sobre ella, aferrada a su cintura con la orejita pegada al pecho materno,
aspirando cada poro el aliento de la mujer. Y sólo a su calor, ahuyentando
horrores, se entregaba a un sueño pobre, sobresaltado.
Nada habría ocurrido si ese
día amargo no se hubiese separado de la fila de hermanos para acudir a la
llamada del croar de las charcas. Quiso verlas de cerca, hinchadas y lustrosas,
deslizándose sobre las rocas lisas hasta caer como piedras rompiendo el espejo
del agua; saltando y chapoteando en el fango como grandes pulgas acuáticas. Y
fue allí, al pie del paredón donde la
encontraron, ora sollozando, ora gritando, entre estertores, desnuda y con los
ojos como pequeñas ranitas de San Antonio a punto de estallar. Ya le habían
roto el corazón y mientras la devolvían al vientre materno para morir de
susto, el viejo sapo babeante que vigilaba las charcas engullía su almuerzo.
(foto Raúl Díaz (La graja / Flickr)
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